Juicio oral – día 25
¡Detienen al guardiacárcel entregador de la U7!
Se trata de César Casco, el jefe de la guardia dura de la cárcel federal. Lo acusaron de falso testimonio y de ser un testigo reticente. Día caliente de audiencias. El Tribunal expulsó de la sala a varios familiares de los imputados, entre ellos a los familiares de Horacio Losito.
Por Marco Salomón y Gonzalo Torres. Dibujo: Alejandro Gallardo, artista por la memoria
UN DIA CALIENTE
El día de audiencia del juicio oral y público por la Masacre de Margarita Belén puede dividirse en dos capítulos. Pero, se debe comenzar por el final de la larga lista de testigos, para entender que fue un día clave, lejos de las tibiezas de otras audiencias. Para evitar más prolegómenos, hay que adentrarse de lleno en la historia.
Lo mejor de una jornada caliente, cargada de gestos (reiterándose la audiencia que diera título a una de las primeras crónicas de estos históricos juicios por crímenes de lesa humanidad: “La guerra de los gestos), vino con la declaración de César Pablo Casco, quien era el jefe de la guardia dura de la U7, desde donde sacaron cinco presos políticos, para luego torturarlos en la alcaidía y terminar fusilándolos el 13 de diciembre de 1976.
El hombre no vio nada extraño, la cárcel federal de máxima seguridad era casi un hotel para presos políticos, que gozaban de todos los beneficios: sol a discreción, recreos en el patio, visitas y todo tipo de lujos carcelarios.
Ante cada relato de Casco, tanto el Tribunal Oral Federal como fiscales y querellantes advertían al testigo sobre las implicancias del falso testimonio, ya que su narración oral contradecía de plano las declaraciones que se escucharon de presos políticos, incluso nada tienen que ver con las obrantes en la instrucción del juicio.
Ni la defensa ni los imputados estaban cómodos con lo que decía el testigo, porque no le servía a los ocho militares y al policía que están siendo juzgados por su responsabilidad en la Masacre.
Sobre el final, cuando Casco dijo lo que quiso sin que se asemeje en algo a la realidad, el fiscal ad hoc Carlos Amad lanzó el pedido para que al testigo se lo acuse de falso testimonio. Se sumaron los querellantes y Mario Bosch reforzó los argumentos.
Cuarto intermedio del Tribunal para tomar una decisión. Momento propicio para repasar la actuación de Casco: como miembro del Servicio Penitenciario Federal era el jefe de la guardia dura, la que peor trató a los presos políticos.
El domingo 12, cuando sacan a los cinco presos políticos que iban a ser fusilados cerca de Margarita Belén, Casco estaba de franco, pero, igualmente apareció. Su presencia y la de militares rodeando la U7 hicieron sonar la alarma entre los detenidos.
Fue el propio Casco quien se acercó a la reja del Pabellón 1 (el de los “irrecuperables”), donde mantuvo un breve diálogo con Miguel Bampini, advirtiéndole que si Néstor Sala y Manuel Parodi Ocampo no salían por sus propios medios, iba a entrar el Ejército y se podría producir una represión de proporciones.
Tras el cuarto intermedio, regresó el Tribunal –ni ese tiempo le alcanzó a Casco para recapacitar y hacer memoria-. Entonces, los tres jueces decidieron: que el jefe de la guardia dura debía ser detenido por falso testimonio e informar de la decisión al juez de instrucción.
Con esa decisión, se levantó la audiencia del vigésimo quinto día. Los festejos de la barra de la memoria comenzaron en la misma audiencia y se prolongaron en la calle, en la plaza central y en la Casa por la Memoria.
AFUERA
Treinta y cinco años exactos después de su detención Eugenio “Yango” Domínguez Silva –que estuvo preso con sólo 17 años- describía el silencio absoluto en la alcaidía momentos antes del inicio de la paliza en el comedor, previo al traslado. “Había un silencio sepulcral, como un olor a muerte” contó y alguien en el sector de familiares de los imputados hizo una burla. Entonces empezó la batahola…
La presidente del Tribunal, Gladys Yunes, visiblemente molesta, le ordenó a tres mujeres que abandonaran la sala, dos obedecieron y se marcharon raudamente, la tercera era la hija de Horacio Losito: “¡Sea justa!” recriminó a la jueza la blonda hija del coronel.
La esposa del militar no se quedó atrás “¡Si se va mi hija yo también!”, amenazó. “¡Usted se calla la boca y abandona la sala, y la señorita morocha también!” (en referencia la esposa de Aldo Martínez Segón), contestó la jueza, ante lo cual un sacadísimo Horacio Losito se sumó a la gresca; “¡Con mi familia no se meta!” gritó el imputado, rojo como un tomate.
Un segundo antes, el diminuto Martínez Segón, sentado detrás suyo, intentó calmarlo tomándolo del brazo, pero Losito se lo sacó de encima con un brusco ademán y le ordenó: “No me toqués”, con aspereza.
Cuando la jueza lo echó el militar exigió que le habiliten la posibilidad de seguir la audiencia desde la sala contigua, mientras que a unos metros de distancia, su mujer se negaba a abandonar la sala y la esposa de Segón vociferaba “¡Yo no soy señorita, soy señora!”, y la esposa de Chas trataba de “mocosas insolentes” a dos psicólogas del equipo de asistencia a las víctimas del Terrorismo de Estado.
Como la sala de audiencias parecía la caldera del diablo, todas las partes coincidieron en la necesidad de un armisticio. Se pasó a un cuarto intermedio para descomprimir la situación y convencer a la eposa de Losito de abandonar la sala por sus propios medios y sin la participación de la fuerza pública.
El bullicio se mudó al balcón del Tribunal, donde los familiares seguían increpando a mansalva (como nunca antes sucedió, ya que hasta esta audiencia la convivencia fue pacífica): “El juicio es un circo, los testigos mienten, todo esto se cae cuando cambie el gobierno” y otras perlas del repertorio de la derecha recalcitrante. En una sala de audiencias semivacía, Losito tuvo tiempo de increpar a los abogados querellantes: “Ustedes son todos unos delincuentes” les dijo antes de salir.
Pero la más dura de todas fue la señora de Losito. La mujer no aceptaba entrar en razón. Primero trató de convencerla un oficial de gendarmería, enérgico pero sin perder diplomacia, después una de las secretarias del juzgado, por último dos de los abogados defensores, pero la señora no cedía. Finalmente, un agente del SPF le comunicó que su esposo la estaba esperando en una sala contigua y la mujer desistió de su actitud y abandonó la sala, obediente no de la justicia pero si de los mandos conyugales.
El día de audiencia del juicio oral y público por la Masacre de Margarita Belén puede dividirse en dos capítulos. Pero, se debe comenzar por el final de la larga lista de testigos, para entender que fue un día clave, lejos de las tibiezas de otras audiencias. Para evitar más prolegómenos, hay que adentrarse de lleno en la historia.
Lo mejor de una jornada caliente, cargada de gestos (reiterándose la audiencia que diera título a una de las primeras crónicas de estos históricos juicios por crímenes de lesa humanidad: “La guerra de los gestos), vino con la declaración de César Pablo Casco, quien era el jefe de la guardia dura de la U7, desde donde sacaron cinco presos políticos, para luego torturarlos en la alcaidía y terminar fusilándolos el 13 de diciembre de 1976.
El hombre no vio nada extraño, la cárcel federal de máxima seguridad era casi un hotel para presos políticos, que gozaban de todos los beneficios: sol a discreción, recreos en el patio, visitas y todo tipo de lujos carcelarios.
Ante cada relato de Casco, tanto el Tribunal Oral Federal como fiscales y querellantes advertían al testigo sobre las implicancias del falso testimonio, ya que su narración oral contradecía de plano las declaraciones que se escucharon de presos políticos, incluso nada tienen que ver con las obrantes en la instrucción del juicio.
Ni la defensa ni los imputados estaban cómodos con lo que decía el testigo, porque no le servía a los ocho militares y al policía que están siendo juzgados por su responsabilidad en la Masacre.
Sobre el final, cuando Casco dijo lo que quiso sin que se asemeje en algo a la realidad, el fiscal ad hoc Carlos Amad lanzó el pedido para que al testigo se lo acuse de falso testimonio. Se sumaron los querellantes y Mario Bosch reforzó los argumentos.
Cuarto intermedio del Tribunal para tomar una decisión. Momento propicio para repasar la actuación de Casco: como miembro del Servicio Penitenciario Federal era el jefe de la guardia dura, la que peor trató a los presos políticos.
El domingo 12, cuando sacan a los cinco presos políticos que iban a ser fusilados cerca de Margarita Belén, Casco estaba de franco, pero, igualmente apareció. Su presencia y la de militares rodeando la U7 hicieron sonar la alarma entre los detenidos.
Fue el propio Casco quien se acercó a la reja del Pabellón 1 (el de los “irrecuperables”), donde mantuvo un breve diálogo con Miguel Bampini, advirtiéndole que si Néstor Sala y Manuel Parodi Ocampo no salían por sus propios medios, iba a entrar el Ejército y se podría producir una represión de proporciones.
Tras el cuarto intermedio, regresó el Tribunal –ni ese tiempo le alcanzó a Casco para recapacitar y hacer memoria-. Entonces, los tres jueces decidieron: que el jefe de la guardia dura debía ser detenido por falso testimonio e informar de la decisión al juez de instrucción.
Con esa decisión, se levantó la audiencia del vigésimo quinto día. Los festejos de la barra de la memoria comenzaron en la misma audiencia y se prolongaron en la calle, en la plaza central y en la Casa por la Memoria.
AFUERA
Treinta y cinco años exactos después de su detención Eugenio “Yango” Domínguez Silva –que estuvo preso con sólo 17 años- describía el silencio absoluto en la alcaidía momentos antes del inicio de la paliza en el comedor, previo al traslado. “Había un silencio sepulcral, como un olor a muerte” contó y alguien en el sector de familiares de los imputados hizo una burla. Entonces empezó la batahola…
La presidente del Tribunal, Gladys Yunes, visiblemente molesta, le ordenó a tres mujeres que abandonaran la sala, dos obedecieron y se marcharon raudamente, la tercera era la hija de Horacio Losito: “¡Sea justa!” recriminó a la jueza la blonda hija del coronel.
La esposa del militar no se quedó atrás “¡Si se va mi hija yo también!”, amenazó. “¡Usted se calla la boca y abandona la sala, y la señorita morocha también!” (en referencia la esposa de Aldo Martínez Segón), contestó la jueza, ante lo cual un sacadísimo Horacio Losito se sumó a la gresca; “¡Con mi familia no se meta!” gritó el imputado, rojo como un tomate.
Un segundo antes, el diminuto Martínez Segón, sentado detrás suyo, intentó calmarlo tomándolo del brazo, pero Losito se lo sacó de encima con un brusco ademán y le ordenó: “No me toqués”, con aspereza.
Cuando la jueza lo echó el militar exigió que le habiliten la posibilidad de seguir la audiencia desde la sala contigua, mientras que a unos metros de distancia, su mujer se negaba a abandonar la sala y la esposa de Segón vociferaba “¡Yo no soy señorita, soy señora!”, y la esposa de Chas trataba de “mocosas insolentes” a dos psicólogas del equipo de asistencia a las víctimas del Terrorismo de Estado.
Como la sala de audiencias parecía la caldera del diablo, todas las partes coincidieron en la necesidad de un armisticio. Se pasó a un cuarto intermedio para descomprimir la situación y convencer a la eposa de Losito de abandonar la sala por sus propios medios y sin la participación de la fuerza pública.
El bullicio se mudó al balcón del Tribunal, donde los familiares seguían increpando a mansalva (como nunca antes sucedió, ya que hasta esta audiencia la convivencia fue pacífica): “El juicio es un circo, los testigos mienten, todo esto se cae cuando cambie el gobierno” y otras perlas del repertorio de la derecha recalcitrante. En una sala de audiencias semivacía, Losito tuvo tiempo de increpar a los abogados querellantes: “Ustedes son todos unos delincuentes” les dijo antes de salir.
Pero la más dura de todas fue la señora de Losito. La mujer no aceptaba entrar en razón. Primero trató de convencerla un oficial de gendarmería, enérgico pero sin perder diplomacia, después una de las secretarias del juzgado, por último dos de los abogados defensores, pero la señora no cedía. Finalmente, un agente del SPF le comunicó que su esposo la estaba esperando en una sala contigua y la mujer desistió de su actitud y abandonó la sala, obediente no de la justicia pero si de los mandos conyugales.
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