QUIENES SOMOS?

H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) es una agrupacion creada en 1.995, a partir de la necesidad de juntarnos, reconociendonos en las historias comúnes, reivindicar la lucha de nuestros padres y sus compañeros, buscar a nuestros hermanos apropiados, luchar contra la impunidad. A más de 15 años seguimos luchando por la cárcel común, perpetua y efectiva para todos los genocidas de la última dictadura militar, sus cómplices, instigadores y beneficiarios.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Se cumplieron 35 años del caso utilizado para justificar el golpe‏

La investigación periodística que lo reveló fue premiada este año.
Publicado el 23 de Agosto de 2010 en Tiempo Argentino. Por Gerardo Aranguren


El suicidio del mayor Larrabure, mientras se hallaba secuestrado por el ERP, fue presentado como un asesinato y sirvió de excusa para impulsar el genocidio. Datos de la “historia oficial”.


El 23 de agosto de 1975, el Ejército encontró en las afueras de Rosario el cuerpo del mayor Argentino del Valle Larrabure. Ese mismo día, 35 años atrás, las Fuerzas Armadas le atribuyeron al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) el asesinato y las torturas contra el militar. Ese supuesto crimen político fue utilizado unos meses después para justificar el golpe de Estado: “Las Fuerzas Armadas, en cumplimiento de una obligación irrenunciable, han asumido la conducción del Estado. Esta decisión persigue el propósito de terminar con el desgobierno, la corrupción y el flagelo subversivo”, argumentaba la proclama de la Junta Militar, firmada por Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Orlando Ramón Agosti.
Sin embargo, según pudo comprobar el periodista Carlos Del Frade en una investigación radial que fue premiada con el Martín Fierro Federal, Larrabure se suicidó estrangulándose el 19 agosto de ese año en el sótano de una cárcel del ERP, tras 372 días de cautiverio.
El Ejército y el gobierno de María Estela Martínez de Perón “multiplicaron la idea de un cobarde homicidio” para “impulsar el genocidio”. El caso también fue, y sigue siendo, funcional a aquellos sectores que impulsan la imprescriptibilidad de los crímenes cometidos por los movimientos armados. Ante la versión militar sobre el asesinato del mayor Larrabure, el ERP difundió el siguiente comunicado: “Acostumbrado a torturar y fusilar a todo combatiente que cae en sus manos, el Ejército quiere justificar su miserable actitud atribuyendo falsamente a los revolucionarios los mismos métodos que él utiliza”.
El 10 de julio de 1974, el movimiento armado secuestró en la Fábrica Militar de Villa María, Córdoba, al mayor Larrabure -quien se desempeñaba como subdirector del establecimiento- para utilizarlo en la fabricación de explosivos. Más de un año después, su cuerpo apareció en una zanja en las afueras de Rosario.
“El expediente judicial jamás habló de torturas, mala alimentación y mucho menos de asesinato. Sin embargo, desde los grandes medios de comunicación se impuso la falsificación de la realidad”, explicó el periodista en su investigación. Esto fue confirmado por el único testigo presencial del hecho, René Alberto Vicari, quien fue secuestrado por la guerrilla en la ciudad de Rosario con la intención de pedir un rescate. El empresario estuvo detenido en el mismo sótano que Larrabure y escuchó, desde la celda contigua, cuando el militar se ahorcó.
Además de desmentir el asesinato y torturas de Larrabure, Del Frade logró seguir la cadena de engaños que los militares llevaron adelante cuando aún había un régimen democrático al frente del país. Según se desprende de los informes de los forenses, tomados en la causa judicial, “la muerte fue producida por asfixia por estrangulación”. Allí tampoco aparecen indicios de torturas, ya que destacan “el buen estado nutricional” del militar, y se determinó que no hubo lesiones producidas por el paso de electricidad.
Los jueces Ramón Ojeda Febre y René Daffis Niclison ordenaron, antes de que finalizara la primer autopsia, calificar el hecho como un homicidio. “Fueron aquellos dos jueces porteños los que impulsaron la teoría del homicidio mucho antes de practicarse el primer examen”, explicó Del Frade, y agregó: “Así empezó la historia oficial del supuesto asesinato de Larrabure”.

¿Los dictadores van a volver?

Por Irina Hauser.

Una mañana de 1979 mi hermano entró en mi habitación con los ojos desorbitados: “¡Mamá está durmiendo con el tío Oscar!”, gritó. Yo tendría ocho años. El, siete. Juntos fuimos en puntitas de pie y espiamos desde la puerta. Mamá no estaba durmiendo con el tío. Era papá, que se había afeitado la barba. Esa barba tupida con la que siempre lo conocimos. “Qué extraño”, pensamos.

Gracias a que existe el feriado del 24 de marzo, hoy en las escuelas se habla de la última dictadura, incluso en los jardines de infantes. Así fue como mi hija de cinco años llegó a casa muy orgullosa de lo que había aprendido y me dijo: “¿Sabías que en la dictadura no dejaban a los varones usar el pelo largo, ni barba, ni dejaban escuchar cierta música, ni hacer arte?”. Me quedé pasmada escuchándola y, como mencionó la cuestión de la barba, le conté la anécdota sobre mi viejo. Le divirtió, pero enseguida puso las cosas en su lugar: “Mamá, los dictadores eran muy malos, trataban muy mal a los que no tenían las mismas ideas que ellos”. Después se quedó pensativa. “¿Los dictadores van a volver? ¿Existen todavía?”, me preguntó. El otro día una amiga me contó que su hija de cuatro años le había dicho lo mismo. La misma duda, el mismo temor. Con el agregado de una sensación de peligro quizá más palpable, ya que mi amiga es hija de desaparecidos. Mis cicatrices son otras, pero también están. Tardé años en entender el cambio de apariencia de mi papá, por qué me ponía a llorar cada vez que veía un militar, por qué en mi casa quemaban los libros, por qué me daba taquicardia pasar por el Regimiento Patricios. Más allá de las historias personales, mi amiga y yo compartimos una sensación de alivio: por suerte, comentamos, les pudimos decir a nuestras hijas que la mayoría de los represores están presos. Y cientos están siendo enjuiciados, al fin. Qué bueno tener una respuesta tranquilizadora.

La semana pasada Angela Urondo, hija del escritor Francisco “Paco” Urondo y Alicia Raboy, me hizo notar que hay grietas que persisten. Una muy profunda está en Mendoza, donde en 1976 mataron a su papá y desaparecieron a su mamá. En esa provincia los represores andan sueltos, los liberaron. Porque todavía hay jueces cómplices, que lo fueron durante el terrorismo de Estado y ahora intentan beneficiar a sus antiguos aliados. “Yo no me puedo ir de vacaciones a Mar del Plata pensando que en la sombrilla de al lado puede estar el hombre que torturó y secuestró a mi madre”, dijo Angela. Me estremeció. Me quedé pensando en todos los juicios que faltan. Y en cuánta gente repite últimamente que está harta de oír hablar de la dictadura.

“Quiero transmitirles seguridad a mis hijos, ¿cómo hago?”, planteó Angela en el Consejo de la Magistratura, que investiga a tres camaristas mendocinos por apañar crímenes de lesa humanidad. Uno de ellos, Luis Miret, dejó el cargo para evitar que lo destituyeran. Pero como la Presidenta todavía no decidió si acepta su renuncia, el jueves último lo suspendieron igual y lo mandaron a juicio político. Angela presenció la votación. Cuando volvió a su casa escribió en su blog: “La sensación es confusa. Parece felicidad, pero no es, es un poco menos de amargura”. Su blog se llama “Pedacitos”.

Ella, mi hija, mi amiga. Con sus palabras, me confirmaron la importancia de poder decirles a nuestros hijos (y a nosotras mismas) que ya está, ya pasó, ya pasó. Qué necesario es poder mostrarles que hay un cierre para esta historia. Todavía falta, y tal vez no estemos tan lejos.



LO IMPOSIBLE SOLO TARDA UN POCO MAS...

martes, 14 de septiembre de 2010

EN RESISTENCIA TODO EL AÑO ES CARNAVAL

CHACO - La Masacre de Margarita Belén
Juicio oral – día 25



¡Detienen al guardiacárcel entregador de la U7!

Se trata de César Casco, el jefe de la guardia dura de la cárcel federal. Lo acusaron de falso testimonio y de ser un testigo reticente. Día caliente de audiencias. El Tribunal expulsó de la sala a varios familiares de los imputados, entre ellos a los familiares de Horacio Losito.

Por Marco Salomón y Gonzalo Torres. Dibujo: Alejandro Gallardo, artista por la memoria

UN DIA CALIENTE
El día de audiencia del juicio oral y público por la Masacre de Margarita Belén puede dividirse en dos capítulos. Pero, se debe comenzar por el final de la larga lista de testigos, para entender que fue un día clave, lejos de las tibiezas de otras audiencias. Para evitar más prolegómenos, hay que adentrarse de lleno en la historia.
Lo mejor de una jornada caliente, cargada de gestos (reiterándose la audiencia que diera título a una de las primeras crónicas de estos históricos juicios por crímenes de lesa humanidad: “La guerra de los gestos), vino con la declaración de César Pablo Casco, quien era el jefe de la guardia dura de la U7, desde donde sacaron cinco presos políticos, para luego torturarlos en la alcaidía y terminar fusilándolos el 13 de diciembre de 1976.

El hombre no vio nada extraño, la cárcel federal de máxima seguridad era casi un hotel para presos políticos, que gozaban de todos los beneficios: sol a discreción, recreos en el patio, visitas y todo tipo de lujos carcelarios.
Ante cada relato de Casco, tanto el Tribunal Oral Federal como fiscales y querellantes advertían al testigo sobre las implicancias del falso testimonio, ya que su narración oral contradecía de plano las declaraciones que se escucharon de presos políticos, incluso nada tienen que ver con las obrantes en la instrucción del juicio.

Ni la defensa ni los imputados estaban cómodos con lo que decía el testigo, porque no le servía a los ocho militares y al policía que están siendo juzgados por su responsabilidad en la Masacre.
Sobre el final, cuando Casco dijo lo que quiso sin que se asemeje en algo a la realidad, el fiscal ad hoc Carlos Amad lanzó el pedido para que al testigo se lo acuse de falso testimonio. Se sumaron los querellantes y Mario Bosch reforzó los argumentos.
Cuarto intermedio del Tribunal para tomar una decisión. Momento propicio para repasar la actuación de Casco: como miembro del Servicio Penitenciario Federal era el jefe de la guardia dura, la que peor trató a los presos políticos.

El domingo 12, cuando sacan a los cinco presos políticos que iban a ser fusilados cerca de Margarita Belén, Casco estaba de franco, pero, igualmente apareció. Su presencia y la de militares rodeando la U7 hicieron sonar la alarma entre los detenidos.
Fue el propio Casco quien se acercó a la reja del Pabellón 1 (el de los “irrecuperables”), donde mantuvo un breve diálogo con Miguel Bampini, advirtiéndole que si Néstor Sala y Manuel Parodi Ocampo no salían por sus propios medios, iba a entrar el Ejército y se podría producir una represión de proporciones.

Tras el cuarto intermedio, regresó el Tribunal –ni ese tiempo le alcanzó a Casco para recapacitar y hacer memoria-. Entonces, los tres jueces decidieron: que el jefe de la guardia dura debía ser detenido por falso testimonio e informar de la decisión al juez de instrucción.
Con esa decisión, se levantó la audiencia del vigésimo quinto día. Los festejos de la barra de la memoria comenzaron en la misma audiencia y se prolongaron en la calle, en la plaza central y en la Casa por la Memoria.

AFUERA
Treinta y cinco años exactos después de su detención Eugenio “Yango” Domínguez Silva –que estuvo preso con sólo 17 años- describía el silencio absoluto en la alcaidía momentos antes del inicio de la paliza en el comedor, previo al traslado. “Había un silencio sepulcral, como un olor a muerte” contó y alguien en el sector de familiares de los imputados hizo una burla. Entonces empezó la batahola…
La presidente del Tribunal, Gladys Yunes, visiblemente molesta, le ordenó a tres mujeres que abandonaran la sala, dos obedecieron y se marcharon raudamente, la tercera era la hija de Horacio Losito: “¡Sea justa!” recriminó a la jueza la blonda hija del coronel.

La esposa del militar no se quedó atrás “¡Si se va mi hija yo también!”, amenazó. “¡Usted se calla la boca y abandona la sala, y la señorita morocha también!” (en referencia la esposa de Aldo Martínez Segón), contestó la jueza, ante lo cual un sacadísimo Horacio Losito se sumó a la gresca; “¡Con mi familia no se meta!” gritó el imputado, rojo como un tomate.
Un segundo antes, el diminuto Martínez Segón, sentado detrás suyo, intentó calmarlo tomándolo del brazo, pero Losito se lo sacó de encima con un brusco ademán y le ordenó: “No me toqués”, con aspereza.

Cuando la jueza lo echó el militar exigió que le habiliten la posibilidad de seguir la audiencia desde la sala contigua, mientras que a unos metros de distancia, su mujer se negaba a abandonar la sala y la esposa de Segón vociferaba “¡Yo no soy señorita, soy señora!”, y la esposa de Chas trataba de “mocosas insolentes” a dos psicólogas del equipo de asistencia a las víctimas del Terrorismo de Estado.
Como la sala de audiencias parecía la caldera del diablo, todas las partes coincidieron en la necesidad de un armisticio. Se pasó a un cuarto intermedio para descomprimir la situación y convencer a la eposa de Losito de abandonar la sala por sus propios medios y sin la participación de la fuerza pública.

El bullicio se mudó al balcón del Tribunal, donde los familiares seguían increpando a mansalva (como nunca antes sucedió, ya que hasta esta audiencia la convivencia fue pacífica): “El juicio es un circo, los testigos mienten, todo esto se cae cuando cambie el gobierno” y otras perlas del repertorio de la derecha recalcitrante. En una sala de audiencias semivacía, Losito tuvo tiempo de increpar a los abogados querellantes: “Ustedes son todos unos delincuentes” les dijo antes de salir.
Pero la más dura de todas fue la señora de Losito. La mujer no aceptaba entrar en razón. Primero trató de convencerla un oficial de gendarmería, enérgico pero sin perder diplomacia, después una de las secretarias del juzgado, por último dos de los abogados defensores, pero la señora no cedía. Finalmente, un agente del SPF le comunicó que su esposo la estaba esperando en una sala contigua y la mujer desistió de su actitud y abandonó la sala, obediente no de la justicia pero si de los mandos conyugales.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El juicio a los genocidas en Córdoba: la chicana genocida

El Tribunal Oral Federal Nº1 de Córdoba, que juzga delitos de lesa humanidad en la Unidad Penitenciaria 1, resolverá el martes el pedido de recusación contra el juez José María Pérez Villalobo que presentó el mayor retirado Gustavo Adolfo Alsina, uno de los más crueles torturadores del III Cuerpo de Ejército y uno de los impulsores de la rebelión de Semana Santa en 1987. Gracias a la maniobra del militar, sólo dos jueces escucharon ayer a dos ex presos políticos que declararon como testigos.

Alsina alegó que Pérez Villalobo no garantiza imparcialidad porque habría jurado “por los héroes de Trelew” y porque el 24 de marzo fue visto con su familia frente al Archivo de la Memoria de Córdoba, que funciona en la ex sede del Departamento de Informaciones (D2) de la policía. Gran parte de audiencia de ayer se consumió con un debate sobre la incorporación de un video recibido en forma anónima y ofrecido como prueba por el Ministerio Público. Jaime Díaz Gavier, Carlos Lascano y el ex camarista Abel Sánchez Torres, designado para intervenir en la recusación, rechazaron la incorporación de la prueba.

El primer testigo fue Fernando Reatti, radicado en Estados Unidos. Declaró en la causa Gontero, que investiga secuestros y torturas de cinco policías. Relató que fue secuestrado con sus padres y un hermano el 2 de septiembre de 1976, y trasladado al D2. “Mis padres fueron liberados a los cuatro días y mi hermano estuvo ocho días, como yo”, dijo. “Me mostraron fotografías para ver si reconocía gente. En las últimas páginas había fotos de mis padres”, agregó. Recordó a un hombre de civil con una cruz esvástica en un brazalete. Su madre nunca olvidó al comisario Carlos Yanicelli. “Le decía que era una judía de mierda, que se hacía la mujer decente y que la iban a hacer jabón”, contó.

El escritor y periodista Rafael Flores, radicado en España, detalló las torturas en el D2 y luego en la UP1. Contó que Pedro Mones Ruiz ordenó que les quitaran todos los libros y taparan las ventanas. El general Juan Sasiaíñ admitió ante su madre que no existía acusación contra él, pero le explicó que “es un ideólogo, más peligroso que un guerrillero. Son avivagiles (sic), por eso no va a salir en mucho tiempo. Olvídese”, le aconsejó.


NO OLVIDAMOS
NO PERDONAMOS
NO NOS RECONCILIAMOS
CÁRCEL COMÚN, PERPETUA Y EFECTIVA PARA TODOS LOS GENOCIDAS

jueves, 9 de septiembre de 2010

Algunas consideraciones para tener en cuenta a la hora de tomar declaración a una víctima o testigo de crímenes de género:

  • Si no se pregunta sobre la violencia sexual, probablemente no se averiguará nada sobre la misma. La pregunta debe hacerse de manera directa.

  • La violencia sexual debe ser tratada como un crimen en sí mismo y no como un mecanismo para comprender mejor sobre crímenes que se consideran “más serios”.

  • Las violaciones y otras formas de agresión sexual ocurren comúnmente en el contexto de detenciones, arrestos, torturas, asesinatos masivos y en campos de personas desplazadas.

  • No debe asumirse que las víctimas de violencia no quieren contar su historia. Muchas quieren hacerlo y participar a la hora de llevar a los culpables a los tribunales.

  • No se debe asumir quién es o no víctima de violencia sexual. Aunque esta forma de violencia sea cometida principalmente contra mujeres jóvenes, no quiere decir que mujeres mayores u hombres no puedan ser víctimas y/o testigos.

Crímenes de género en el derecho penal internacional, Women’s link worldwide

El estruendo de lo no dicho

Cada vez son más las testigos o querellantes que en distintas causas en la que se juzga a perpetradores de crímenes de lesa humanidad pueden y quieren hablar de las violaciones sufridas durante la tortura o mientras estaban en cautiverio. En un caso, el testimonio de una víctima terminó en condena. En otros, todavía en curso, se amplió la acusación para que los crímenes sexuales no queden impunes. En agosto se realizó, en Buenos Aires, un seminario para jueces, juezas, fiscales y profesionales del derecho en el que se pusieron en común las estrategias y la jurisprudencia internacional para juzgar a los delitos sexuales en el marco de los delitos de lesa humanidad para que, no importa cuántos años pasen, no queden impunes. La escucha se ha modificado, lo no dicho pugna por encontrar palabras

Por Sonia Tessa
La idea comenzó a gestarse hace tres años, durante el juicio a Héctor Febres. Allí, una testigo, en pleno llanto, contó que había sido violada mientras estaba secuestrada en el centro clandestino de detención. El estupor recorrió la sala. “Nadie hizo nada, nadie dijo nada, nadie le ofreció un vaso de agua, nadie le preguntó si quería decir algo al respecto”, relata Lorena Balardini, socióloga del CELS, sobre el impacto que le produjo la dificultad de los distintos funcionarios judiciales presentes para hacerse cargo de esa acusación concreta. Después de años de testimoniar el horror, las sobrevivientes pudieron hacerles lugar a las denuncias por violencia sexual, y fueron ellas, aunque sus compañeros también la padecieron. Aquella inquietud creció, como un desafío para dar respuesta a las víctimas y se convirtió en un documento elaborado por Balardini, en conjunto con la psiquiatra Laura Sobredo y la abogada Ana Oberlin, que se presentó a principios de agosto en el seminario “Derecho Penal Internacional y género”, organizado por el CELS, el Centro Internacional para la Justicia Transicional, Women’s Link Worldwide y la Unión Europea. Destinado a quienes se llaman “operadores judiciales” –fiscales, jueces y juezas, abogados y abogadas– el encuentro convocó nada menos que al juez español Baltasar Garzón y a la ministra de la Corte Suprema Carmen Argibay, quien habló de su experiencia en el Tribunal Penal Internacional, y apeló a la “imaginación” para dar respuestas a las víctimas.

Que la violencia sexual fue sistemática en el marco de los centros clandestinos de detención, y por lo tanto un delito imprescriptible, ya que formó parte del plan sistemático para aniquilar a una generación rebelde, es el planteo que sustenta la búsqueda de un castigo específico. El documento firmado por las tres profesionales –de larga trayectoria en el trabajo con las y los testigos de las causas– ensaya una respuesta a una cuestión muy transitada en los últimos días. ¿Por qué ahora? Se escucha preguntar en distintos programas de televisión y diarios sobre el testimonio de Lidia Papaleo de Graiver. Ella habla de sus miedos, de sentirse por primera vez habilitada para contar su verdad. “Tenemos la posibilidad de hablar porque estábamos callados esperando el momento. Toda vez que se trató de decir la verdad no tuvimos la menor oportunidad, porque hay un poder para que esto no suceda”, explicó la mujer sobre la posibilidad de su palabra. Justamente, Sobredo aclara que “hay un tiempo que permite decir y que se escuche. Las dos cosas, porque para hablar, es necesario que haya un interlocutor. Si no, estamos en el terreno de la locura”.

En el documento, y referido específicamente a la violencia sexual, o en un sentido más amplio, a los delitos de género, se refieren al tiempo lógico. Ese concepto, de origen psicoanalítico, traza una genealogía. Al mandato de diseminar el terror vivido en los centros clandestinos de detención, los y las sobrevivientes contrapusieron desde el mismo momento de su liberación la voluntad militante de hablar por los compañeros muertos, de buscar justicia. Y lo hicieron de manera incansable. En los primeros 80, con el hito de la causa 13, conocida como Juicio a las Juntas, dieron su palabra para probar el plan sistemático de represión ilegal, señalar dónde habían funcionado los centros, buscar pistas para dar con los cuerpos de los desaparecidos, identificar a los represores. Entonces, la soledad de los ex detenidos era palpable, con fuerza de sospecha hacia quienes estaban vivos. Pero, como cantó Cazuza, “el tiempo no para”. Pasaron las leyes de obediencia debida, punto final, los juicios por la verdad. Una y otra vez, sus testimonios fueron esenciales para desentrañar el horror, ponerles nombres a sus ejecutores, hacer sentido en una sociedad que metaboliza de a poco lo ocurrido. Ahora es el momento de hablar por ellos mismos, de relatar la vivencia personal. Hoy, con los juicios en marcha en todo el país, cada sobreviviente cuenta lo que ocurrió, reclama una sanción por su propio “caso”.

En ese sentido, Sobredo conceptualiza el “tiempo lógico” de una manera muy didáctica. “Se trata de una temporalidad que no está relacionada con la cronología, sino con una sucesión de eventos, que uno posibilita al otro, sin el anterior no se puede seguir. Tiene que ver con la resolución del síntoma. Sin arribar a un primer momento no puede venir el segundo. Eso se relaciona con las cuestiones traumáticas, que justamente están detenidas en el tiempo. Primero, fue necesario recordar a los que no podían hablar por ellos mismos porque no están, a los muertos y desaparecidos. Fue necesario identificar a los represores, y entonces después se puede hablar de uno. Es ahora cuando las mujeres pueden hablar de ellas, y los hombres también... aunque han sido las mujeres las que han hablado de la violencia sexual”, afirma la psiquiatra, quien admitió que en este momento histórico, cuando cada testigo y querellante afronta el juicio en nombre propio, “se empieza a hablar de la intimidad, de lo personal, de lo que quedó en el secreto, de lo que no se dijo para no dañar a otros. Porque el relato íntimo es más femenino, aunque sea un hombre quien lo diga”.

Por otro lado, el documento “Violencia de género y abusos sexuales en centros clandestinos de detención. Un aporte a la comprensión de la experiencia argentina” menciona algo esencial. “Desde las palabras mismas de las sobrevivientes hemos podido comprobar que han minimizado históricamente sus padecimientos personales durante el cautiverio, frente al trato que padecieron sus parejas, familiares y/o sus compañeros de militancia durante la detención, la mayoría de los cuales se encuentran desaparecidos. En relación particularmente con la violencia sexual, este delito ha sido muchas veces ocultado para no desviar la atención de lo ‘más importante’, en sus propias palabras, para ellas: conocer el destino de sus seres queridos. Por otra parte, en algunos casos han buscado proteger a sus seres queridos de ‘al menos alguna parte’ del horror vivido”, dice el documento.

Justamente, la intervención de la fiscal de la Audiencia Nacional de España Dolores Delgado en el seminario apuntó a lo ocurrido durante el juicio contra Alfredo Scilingo, donde las testigos priorizaron la denuncia del plan sistemático antes que su propio sufrimiento, lo que ella consideró otra prueba de la “generosidad” que caracterizó a las víctimas. Así, a muchas les dio pudor durante mucho tiempo la mención de la violencia sexual padecida. “Es cierto que muchas lo consideran menor, pero es lo que más impactó en su subjetividad”, agrega Oberlin.

Como en todos los delitos vinculados a las relaciones de género, juega además el tema de la culpa. “Sin dudas, la cuestión del algo habrá hecho también juega en la subjetividad de la mujer que fue violada en un centro clandestino, siente que por algo está viva. Y la sentencia del caso Molina recupera que una de las víctimas, frente al horror del campo, consideraba que una violación pasaba en segundo plano”, apunta Balardini. El histórico fallo del Tribunal Oral de Mar del Plata, condenó el 9 de junio pasado al represor Gregorio Molina, entre otros delitos, por violaciones agravadas. “Lo que está pasando en este nuevo proceso es que si se ve que hay respuesta, se puede decir. Es importante que se le dé el mismo tratamiento que a la tortura. Hay un testimonio de una víctima que lo dice y se le cree. No hace falta más, no se necesitan pruebas del consentimiento, pruebas de rastros, lo valora en el contexto del plan sistemático, una víctima puede estar dispuesta a abrirse porque el interlocutor puede estar ahí”, plantea la socióloga del CELS.

Por otro lado, hasta 1999, los actuales delitos contra la integridad sexual eran considerados como una afrenta a la honestidad, ya que el bien jurídico a tutelar estaba centrado en la dignidad de las mujeres. Es que la posibilidad de denunciar forma parte de un proceso que excede por mucho lo individual. El cambio de percepción social sobre los delitos contra la integridad sexual, impulsado por el movimiento de mujeres, también permite hacerlos visibles. En los años ’80, las violaciones eran directamente un tabú. Aun así, muchas testigos contaron en el Juicio a las Juntas que lo habían padecido. Allí comienza a tallar, de un modo definitorio, el tema de la escucha.

“Nunca antes conté que me habían violado porque nadie me preguntó”, dijo en una entrevista a Las 12 Lidia Biscarte, sobreviviente del circuito de centros clandestinos de detención de Zárate–Campana. En los debates que se produjeron durante el seminario, se planteó la cuestión de los delitos de “instancia privada”. Pero queda claro que esa definición no es válida para legos. Muchas de las personas que transitan los tribunales como testigos y querellantes, desconocen los códigos procesales y, por eso, la cuestión del acceso es fundamental. “Si hemos sido creativos para salir del concepto tradicional de torturas, también debemos considerar qué trabajo hay que hacer con la víctima para salvar ese obstáculo. De otro modo, nos quedamos en que soy fiscal, se trata de un delito de instancia privada, y me voy a sentar en un contexto de teléfonos que suenan, personas que pasan, papeles que vuelan, allí es muy difícil que una ex presa diga: ‘A mí me violaron, quiero denunciar’. No estamos recién empezando, sabemos que no se puede revictimizar a la víctima de esa manera”, expresa Balardini.

“Muchos jueces son renuentes a tomar este tipo de denuncias porque reproducen las prácticas sexistas de la sociedad en general”, indica Oberlin, abogada de Hijos. El documento expresa esa dificultad: “Si la experiencia demuestra que resulta complejo para cualquier persona relatar los abusos sexuales a los que fue sometida, sin dudas aumenta esa dificultad el hecho de que los funcionarios se muestran muchas veces renuentes a escuchar este tipo de relatos y no generan el marco adecuado para que las víctimas puedan expresarse. En el caso de estos delitos cometidos dentro de un centro clandestino de detención, es prueba de lo expresado que en general al prestar declaración testimonial no se les pregunta particularmente si fueron víctimas de violencia sexual durante su detención y sí se les consulta respecto de otros delitos (robos, torturas, ingresos violentos a sus domicilios). En los escasos procesos penales en que las víctimas han declarado haber padecido agresiones sexuales, estas denuncias fueron efectuadas de manera espontánea por quiénes las sufrieron”.

Para muchos operadores, incluso, no está probada la sistematicidad de los delitos contra la integridad sexual en los centros clandestinos de detención. Esa es la posición que planteó el juez federal Daniel Rafecas durante el seminario. Por un lado, Garzón le respondió que la sistematicidad está dada por el contexto de un plan generalizado contra la población civil, lo que configura el delito de lesa humanidad, según el Estatuto de Roma. Al mismo tiempo, Oberlin afirma que los numerosos relatos de víctimas dan cuenta de esa sistematicidad. “La prueba de esa masividad es la pluralidad de autores, tanto vertical como horizontal, de todas las fuerzas y de todas las líneas, en los centros clandestinos. Eso te demuestra que había una cuestión sistemática. Los relatos surgen todo el tiempo, pero habría que ver la escucha del Poder Judicial”, dice la abogada. El documento también lo subraya. “La validez de la palabra de la víctima como prueba clave del delito de violación y las dificultades que venimos reseñando sean quizás un ejemplo paradigmático de la desigualdad de género que el sistema patriarcal organiza y sostiene”, dice.

Los delitos contra la integridad sexual formaron parte del plan de aniquilamiento de la subjetividad de los y las militantes. A muchas mujeres las violaban –o simulaban violarlas– de manera que escuchara su compañero. Una de las testigos del circuito Atlético-Banco-Olimpo relató que cuando la violaron le dijeron “andá a contarle al montonerito ese que tenés”, en relación a su novio. Tenía un sentido de humillación contra militantes. Las violaciones ponían además en acción el concepto de mujer que tenían los integrantes del aparato represivo y, al mismo tiempo, tenían un sentido disciplinador. Estaban violando a mujeres que habían salido del molde, que habían desobedecido el mandato de ser amas de casa, de quedarse recluidas en lo privado, y habían salido a la esfera pública para luchar contra el orden social. “Si el objetivo era aniquilar y quebrar, violando a las mujeres era una de las formas de lograrlo”, dice Oberlin. Los relatos recogidos en el documento son sobrecogedores. “El tenía la particularidad de violar después de salir de la sala de tortura, se pueden imaginar en la situación que uno estaba, generalmente uno no podía caminar”, dice uno de los testimonios del caso Molina, que terminó con el fallo ejemplar de Mar del Plata.

Si se considera que fueron sistemáticos, se abre la puerta para castigarlos como delitos de lesa humanidad y darles valor a la palabra de las víctimas, que se convierte en la prueba clave. Además, esta situación no es novedosa. Quedó demostrada en los juicios del Tribunal Penal Internacional en los casos de Ruanda y la ex Yugoslavia, entre otros.

Allí aparece el tema de la responsabilidad. Como las víctimas permanecían vendadas la mayor parte del tiempo en los centros, hace falta apelar a tipos penales como la autoría mediata. Si no puede establecerse con certeza el responsable directo (lo que sí ocurrió en el caso Molina), se puede tomar la misma decisión respecto de los jefes de los centros que se aplica en los casos de torturas. Incluso, el fiscal Omar Palermo planteó en el seminario que se puede imputar a los superiores en su calidad de garantes, ya que no hicieron nada para evitar esos delitos.

Por otro lado, las violaciones fueron la más generalizada, pero no la única violencia de género ejercida en los centros clandestinos de detención. “Esta situación se sumaba por supuesto a los abusos vinculados al género sufridos sistemáticamente una vez ingresados al campo: la desnudez forzada, la inexistencia de intimidad respecto de la satisfacción de las necesidades fisiológicas y la violación sexual a personas débiles por la tortura, encadenadas o engrilladas y privadas de la visión fue parte de la cotidianidad en estos centros clandestinos”, dice el documento. Oberlin también rememora los abortos obligados a detenidas que quedaron embarazadas producto de esas violaciones, los partos en cautiverio y muchos casos de simulacros de tormentos, o su propia aplicación, a los hijos de las víctimas. No se trata de plantear que las mujeres fueron “más” víctimas por su condición de género, sino de despejar esa violencia específica como parte de un plan contra varones y mujeres.

La iniciativa del CELS plantea la necesidad de encontrar una sanción para la violencia sexual. “Creemos firmemente en la capacidad potencialmente reparadora del la condena judicial de los delitos de lesa humanidad. Cada vez que una violación grave a los derechos humanos como las aquí abordadas queda impune, cada vez que la herida irreparable que sufren las víctimas no encuentra en la Justicia un marco de sentido que la diferencia de sus victimarios, el sistema de justicia todo no está a la altura de sus funciones”, dice el documento elaborado por Balardini, Oberlin y Sobredo.

Para Oberlin, lo más potente es el deseo de las víctimas. “Las mujeres lo denuncian y lo enuncian porque quieren que las violaciones sean castigadas”, dice la abogada. Así lo dijeron también, entrevistadas por Las 12, Lidia Biscarte y Eva Orifice, que se presentaron ante la Cámara Federal de San Martín para pedir que se incluya la violencia sexual entre los delitos que sufrieron como detenidas en los centros clandestinos. “Son unos degenerados y tienen que pagarlo”, dijo Biscarte, mientras Eva lo expresó con otras palabras: “Era uno de los pasos que se seguían en relación a cómo deteriorarte como persona. Vos eras una cosa en poder de ellos”.

Por eso, las autoras del documento consideran “extremadamente importante para las víctimas que han decidido exponer estos hechos que los responsables sean castigados particularmente por las violaciones sexuales padecidas. Los delitos contra la integridad sexual generan un daño tan profundo que aun pasados muchísimos años siguen impactando en la subjetividad de quienes lo sufrieron”. Para ellas, además, “visibilizar la violencia sexual presente significa echar luz sobre la violencia sexual actual”. Iluminar aquellas violaciones, obtener un castigo para sus responsables, es también una forma de combatir la impunidad actual. “Queremos que el tema se hable, que se discuta, que se haga visible”, dice Balardini sobre las iniciativas que llevan adelante desde el CELS.

El silencio es el mejor cómplice de la impunidad.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Orletti: el Plan Cóndor en toda su expresión

Publicado en pagina 12, por Alejandra Dandan

Un día subieron a Ana Quadros a la parte más alta de Automotores Orletti, donde iba a ser su peor sesión de torturas. Manuel Cordero, un represor uruguayo, primero le preguntó si lo conocía. “¿Cómo que no sabés de mí?”, le dijo. “Si yo conozco a tantos otros.” Con un organigrama colgado en la pared le preguntó por los cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, una organización creada por un grupo de uruguayos en el exilio para derrotar a la dictadura de su país. Ana respondió siempre negativamente. Otros cuatro o cinco represores la colgaron entonces en la sala de al lado, con las muñecas para atrás, le enroscaron un cable en el cuerpo y pusieron agua y sal en el piso. Cuando el peso de la cuerda cedía, sus pies tocaban la sal y le daban golpes de electricidad. Cordero volvió más tarde. La cargó en andas desnuda hasta el cuarto de al lado, le puso un trapo en la cabeza y la violó. Ella declaró en la audiencia de ayer por los crímenes en el centro clandestino: “Sentí un dolor y una vergüenza tan grande –explicó– que demoré veinte años en poder testimoniarlo; al rato me agarró de nuevo y me llevó donde estaban los otros detenidos”.

Ana Inés Quadros Herrera, uruguaya, era uno de los principales cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, encargada de la rama de masas, responsable de los nuevos contactos. Hija de José Antonio Quadros, embajador uruguayo en Inglaterra y Alemania, cuando al empezar la audiencia el fiscal Guillermo Friele le pidió que cuente los hechos, ella se detuvo y aclaró: “Quiero empezar desde antes”. En 1973, Ana era parte de un grupo de la resistencia uruguaya que combatía la dictadura de su país; viajó a Buenos Aires por un fin de semana, pero cuando intentó volver se dio cuenta de que estaba “requerida” y tuvo que quedarse. Con los residentes uruguayos en la Argentina, que eran muchos, dijo, organizaron un comité de resistencia. La detuvieron primero en junio de 1974 durante unos quince días, en la sede de la Policía Federal, y luego en el Penal de San Miguel.

Más adelante llegaron los primeros secuestros, entre ellos Gerardo Gatti, otro de los dirigentes uruguayos. Lo llevaron a Orletti, supieron después. Los militares les hicieron saber que estaban dispuestos a darles la libertad si pagaban, dijo ella, un millón de dólares: “A mí –aseguró– me pareció un disparate”.

A Ana la detuvieron el martes 13 de julio de 1976, a la medianoche, en una confitería de Carlos Calvo y Boedo. “Se acercaron a nuestra mesa con todo tipo de armamentos, nos sacaron a empujones, nos arrastraron por el suelo, y al final a mí me metieron en un auto.” Ella tenía una agenda con nombres y citas, pero logró tirarla por una hendija antes de que la atrapasen.

En la sala de audiencias de Comodoro Py la escuchaban a pocos metros algunos de los represores de Orletti. Raúl Guglielminetti estaba sentado al lado de su abogado Pablo Lobera, de traje gris y de anteojos, el único defensor que suele hacer preguntas, algunas incómodas, otras absurdas.

“Discúlpeme –dijo el abogado bastante después–. ¿Me puede decir, señora, por qué tiró la libreta?”

Cuando Ana llegó a Orletti, le pareció escuchar una contraseña: “Sésamo”, dijeron, luego de lo cual se abrió una cortina de metal muy pesada. “Entramos con el auto, me bajan –contó– y empiezo a escuchar voces de otros uruguayos.” Los pusieron en fila, les pidieron los nombres, les colgaron un número, así que a partir de ese momento, dijo, “yo empecé a ser la trece y no Ana Quadros, me sacaron anillos y vi esa rapacidad del botín de guerra”.

El centro clandestino era una especie de barracón muy largo, dividido a la mitad, con trapos colgados del techo: de un lado había autos; del otro, detenidos. “Orletti en sí era todo un infierno –declaró–, porque la música estaba a todo lo que da, los gritos de los torturados, el tren que pasaba permanentemente, nosotros tirados en el piso, un piso de cemento con grasa y aceite de autos.”

Entre los secuestrados estaban Carlos y Manuela Santucho, dos hermanos de Roberto Santucho. A Carlos lo mataron en una tina de 200 litros de agua. Cuando Roberto Santucho “fue abatido en un enfrentamiento –indicó la testigo–, le hicieron leer a Manuela en voz alta la noticia que salió en el periódico. Manuela la leyó con mucha entereza, mientras le preguntaban agresivamente y burlándose: ‘¿Qué sentís?’”.

Los militares uruguayos hacían los interrogatorios para los uruguayos, asistidos por los argentinos. Luego de aquella violación, otro represor le dijo que habían ido a buscar a sus hijos, que le habían dicho a su marido, que él los había contactado para que la fuesen a ver y que ahora iban a colgarlos. Ana entró en una crisis de nervios tan grande que se puso a hablar en inglés, una suerte de lengua materna. Un idioma, supuso en medio del delirio, con el que podría llegar a comunicarse con su hija de nueve años sin que los militares la entendieran. Para calmarla la llevaron a un cuarto de arriba, al cuidado de dos detenidas. “Pude reposar –dijo–. No me torturaron más, pero a medida que me fui reponiendo empecé a escuchar una discusión entre los militares argentinos y uruguayos; se peleaban porque los uruguayos querían traernos a Uruguay, los argentinos decían que no, porque se iba a saber todo, hasta que al final resolvieron que sí.”

Cuando llegó el traslado, Ana reconoció a Otto Paladino: “Vino y me preguntó cómo estaba y dije que más o menos bien”. La llevaron en auto a un aeropuerto militar, desde donde salió un vuelo con uruguayos. El aeropuerto era un alboroto: “También trasladaban el botín de guerra, había cosas, cositas, muebles, no fue un operativo silencioso”.

En Uruguay pasaron por distintos lugares. Primero, Punta Gorda: “No sé por qué –explicó–, pero yo tenía la ilusión de que la gente que iba a encontrar serían otros. Pero al día siguiente empiezo a escuchar las mismas voces y entonces me doy cuenta de que son los mismos de la guardia, los mismos oficiales”. Miró su cuerpo en la primera ducha: “No podía creer los kilos que había perdido y cómo se había trasformado mi cuerpo”.

Pasó al edificio de Inteligencia de Defensa (SID). Una o dos veces, dijo, les hicieron limpiar porque llegaba una delegación de argentinos para verlos; entre ellos viajó el jefe de la SIDE, Otto Paladino. Allí estaba la nuera del poeta Juan Gelman. Como sucedió con otros testigos, Ana habló de una mujer embarazada, de una ambulancia que fue a recogerla y la devolvió dos días más tarde con un bebé (Macarena), del que supieron porque la guardia les pedía a las detenidas que preparasen mamaderas. Habló también de los hermanos Julien, luego trasladados a Chile. Y también de Sara Méndez y de las preguntas que la misma Ana le hizo a un militar para saber dónde tenían a Simón, el hijo de Sara. “Eso –le respondieron– es cosa de los argentinos.” Ana se quebró sólo en un momento. Recordó la imagen de Sara en la tortura: se notaba que había sido madre, dijo, porque los pechos segregaban leche todavía.

Los uruguayos les propusieron una negociación: la “vida” a cambio de que firmaran un acta diciendo que eran un grupo armado que iba a invadir a Uruguay y a cometer una cantidad de crímenes. Se negaron. Los torturaron. Aceptaron un acta suavizada. Los militares llevaron a cinco a un chalet residencial, les dieron de comer, los ataron y organizaron el blanqueo del Cóndor: “Se llenó de milicos –dijo Ana–. Rodearon toda la manzana, rompieron muebles para que el barrio pensara que era una detención importante. Nos pasearon a la salida del estadio donde jugaban Nacional y Peñarol”.

El padre de Ana tenía 70 años y había estado buscándola. Cuando la vio en la tele, les aseguró a los militares que iba a ir a hacer una denuncia ante la OEA. Lo secuestraron para hacerlo entrevistar con un oficial y le preguntaron si a cambio de la vida de Ana estaba dispuesto a desistir de la denuncia. Dos o tres días después, Ana fue procesada por la Justicia militar. La condenaron a cinco años. Salió con prisión condicional, intentó irse a Alemania, pero no pudo: cada semana debía mostrarse. Lo peor llegó en 1984: la Conadep la citó a declarar en Buenos Aires. Viajó. Cuando regresó, volvieron a detenerla. Siguió controlada hasta 1985.

Uno de los integrantes del tribunal a cargo del juicio le preguntó si estaba dispuesta a reconocer a sus represores. Ella dijo que sí, pero no podía asegurar que lograra hacerlo. “Me gustaría que fuese más precisa –le insistieron–. ¿Puede reconocer o no?”

Como si hubiese pasado por Orletti ayer, y no hace más de treinta años.

Una ley operativa es necesaria

Por María Julia Albarracín

En el avance de las causas por delitos de Lesa Humanidad cometidos durante la última dictadura militar persiste la necesidad de garantizar la protección de testigos, querellantes, abogados y militantes de organizaciones sociales. En este camino desaparecieron Julio López, hecho aberrante que tuvo la clara intención de amedrentarnos. Esto adquirió la atención de la clase política, que recurre al intento de adaptar la "Ley Nacional 25.764", denominada "Programa de Protección a testigos e imputados", creada para garantizar la seguridad de testigos de delitos vinculados al crimen organizado y al narcotráfico. Esta es la ley que se viene aplicando a personas que guardan en sus testimonios historias de lucha por reconstruir la memoria de todos los argentinos, quienes no tienen intención de ocultarse ante las amenazas, son víctimas pero no han sucumbido.

Tucumán, sancionó en 2.006 la ley 7.860, que crea el "Departamento de Protección de Testigos" en el ámbito del Poder Ejecutivo. Es una norma general que está a la espera de ser reglamentada por el Gobernador y de una partida presupuestaria que la ponga en marcha.

El panorama es complejo y la ley no ha sido el marco para resolver situacions de amenazas enTucumán, sin embargo la ausencia legal no nos ha detenido en la marcha de este juicio que se avecina, lo que es una gran ,muestra de fortaleza, de esperanza y el resultado de la perseverancia en la búsqueda por la verdad, el juicio y el castigo.



JUICIO Y CASTIGO

Contamos con un area de Legales, Investigacion y Comunicacion que se avoca exclusivamente al trabajo de enjuiciar a los represores. Investigamos para construir la verdad historia y aportar pruebas judiciales que nos permitan condenar a los imputados de los delitos de lesa humanidad en nuestra provincia. En este trabajo confluyen dos lineamientos generales de la organización: la reconstrucción histórica y el juicio y castigo. Entendemos que estos comlejos procesos judiciales deben ser acompañados de una fuente política de comunicación, para lo cual trabajamos elaborando distintos productos y propuestas. Si querés contactarte con nosotros para aportar información o realizar alguna consulta vinculada con estos trabajos escribinos a: hijostucuman@yahoo.com