Por Alejandra Dandan
Cuando apenas se sentó en la silla, Carmen Ledda Barreiro buscó la forma de mirarlos. Los jueces le habían preguntado su nombre como parte del protocolo del comienzo de la declaración. Luego mencionaron a los represores, los acusados de la causa del Circuito Camps, que estaban sentados a sus espaldas. Le preguntaron si ella tenía algún pleito o deuda pendiente. En ese momento, Carmen interrogó a los jueces con un gesto y pocas palabras acerca de si podía mirar a los acusados. Le dijeron que sí. Carmen, entonces, giró la cabeza. Los observó y volvió a mirar hacia el frente. Nada más, como si buscase dejarles en claro que todo lo que iba a decir de allí en adelante iba a tener que ver con cada uno de ellos.
“¿Usted o su familia fueron víctimas de un secuestro?”, le preguntó uno de los abogados de Abuelas de Plaza de Mayo. “Llegó un momento –dijo ella, despacio– en que mi hijo menor, que tenía nueve años, era el único que no estaba desaparecido.”
Carmen es una de las Abuelas de Plaza de Mayo, madre de Silvia Muñoz, secuestrada a los 20 años con un embarazo; de Alberto, el más grande, que estuvo preso durante seis años, y de Fabián, el más chico, del que ella acaba de saber recién ahora –porque antes no fue capaz de preguntárselo–, qué hizo durante los tres meses en los que ella misma y su marido estuvieron secuestrados. “Mi hijo más chico se queda solo... El otro día supe cuando él declaró en Mar del Plata qué había hecho. Me enteré de que dormía en las plazas porque tenía miedo de dormir en la casa de la abuela o de los tíos y de que lo encontraran. Nosotros fuimos llevados a La Cueva, en la Base Aérea de Mar del Plata, tres meses estuvimos ahí, pero cuando uno sabe que el tiempo es relativo se puede decir que estuvimos veinte años.”
LA PERSECUCION
El teatro donde se lleva adelante el juicio por el Circuito Camps estaba completo. Los jóvenes de La Cámpora y de la Universidad de La Plata habían logrado pasar los controles, pero para entrar los obligaron a taparse las inscripciones y ponerse las remeras al revés. Durante los primeros minutos, la expectativa estuvo puesta en una supuesta visita del dictador Rafael Videla. El ex ministro de Gobierno de la dictadura, el abogado Jaime Smart, acusado en el juicio, lo había convocado como testigo, una decisión que, a un día de la nueva publicación de su entrevista en Cambio 16, donde volvió a presentarse como “preso político”, iba a ser rechazada por fiscales y querellas. Finalmente no sucedió. El secretario del tribunal anunció que Smart decidió desistirlo.
Entonces, Carmen entró en la sala. Su testimonio lo pidió la querella de Abuelas de Plaza de Mayo especialmente por la historia de su hija Silvia, el embarazo y el nacimiento del varón en el centro clandestino del Pozo de Banfield, al que todavía sigue buscando.
“La persecución empezó en 1975, en Mar del Plata –dijo–, con los civiles que estaban en la CNU; el acecho de mi casa empezó en ese momento.” Las patotas habían rondado varias noches, pero no usaron la fuerza hasta una madrugada. En la casa no estaban ni Silvia ni Alberto con su mujer. “Como no les dijimos dónde estaban, torturaron a mi hijo menor que tenía nueve años. El sabía dónde estaban sus hermanos, pero no dijo nada, ninguno de los tres dijimos nada.”
Silvia se instaló en La Plata y Alberto en Mendoza con su mujer y su hija. “Fue una pesadilla”, dijo Carmen. “Después de tres meses encontramos a un canillita que voceaba y hablaba de ‘una banda’ y resulta que en la portada del diario Los Andes estaba la foto de mi hijo, de mi nuera y de otras personas visiblemente torturadas. Con el diario en la mano, me fui al Comando. Me echaron. Después me metí en la comisaría, y les mentí, les dije que me mandaban del Comando porque mi hijo estaba ahí”. Ante su sorpresa, el jefe de la comisaría le creyó. “¡Traigan al recluso Muñoz!”, ordenó. “Y de esa manera encontré a mi hijo, que pasó después siete años en la cárcel”.
LA CAIDA
Silvia tenía 20 años, trabajaba en un estudio contable en La Plata, estudiaba psicología y militaba en la Juventud Universitaria Peronista. Se acercaba la Navidad de 1976: “Habíamos planeado quedarnos en una pensión intrascendente de La Boca para pasar unos días juntos. Habíamos inventado un sistema de correo, mandábamos comidas, poemas, mezclábamos lo material con lo espiritual y ahí decíamos cómo íbamos a pasar la Nochebuena”. Esa noche nunca llegó. El 22 de diciembre de 1976 secuestraron a Silvia. Ellos lo supieron rápidamente porque tenían una cita a la que no se presentó.
Con ellos estaba Gastón. Al anochecer se fueron a pensar cómo seguir a la República de los Niños. Carmen se acuerda de que en la estación de trenes de miniatura Gastón les dijo que la sorpresa era que iban a tener un hijo. Pese a las prevenciones y advertencias, él se quedó en La Plata y hoy permanece “doblemente” desaparecido, dijo Carmen. Nunca nadie dio cuenta de haberlo visto. De Silvia, en cambio, supieron que estuvo en Arana, La Cacha y el Pozo de Banfield. Adriana Calvo fue una de las sobrevivientes que le habló del parto y la llenó de los relatos de su hija en el campo de detención. Silvia murmuraba las canciones que Gastón le había enseñado por las tuberías del centro clandestino.
Carmen tardó dos años en volver a Mar del Plata. El 16 de enero de 1978, seis días después del regreso, la secuestraron a ella y a su marido. Cuando los liberaron tres meses más tarde volvieron a quedar detenidos por unas horas en una comisaría. Burlaron los interrogatorios y lograron alcanzar la esquina de la casa de su hermano. Ahí vieron a un patrullero detenido en la puerta: “¡Vieron que les dije que iban a volver!”, se jactó uno de los policías, abrió la puerta del patrullero y se fue.
Cuando la declaración había terminado, Carmen pidió lugar para unas palabras. Quizá entre las figuras que había estado buscando a sus espaldas había intentado adivinar dónde estaba el médico represor Jorge Bergés: “En mi calidad de abuela que busca a su nieto, digo que ahora son hombres y mujeres que a su vez tienen hijos. No hay una generación que no sabe quién es sino que hay dos. Les voy a pedir a estos señores que están atrás mío como Bergés... El sabe dónde está mi nieto. Una vez hasta pensé en sacar turno en el consultorio para saber, porque él sabe. Antes de morir, total alguna vez nos vamos a morir todos, déjennos una carta y digan dónde están, para que por lo menos ellos sepan quiénes son y que los estamos buscando desde hace una vida y que no fueron abandonados, que los amamos y los estamos esperando. Es un llamado con toda la nobleza de que soy capaz en este estado ante mis enemigos porque ellos saben”.
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